Te ofrezco magras calles, ocasos desesperados, la luna de los corroídos suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largamente a la luna solitaria.
Te ofrezco mis antepasados, mis muertos, los fantasmas que hombres vivientes han honrado en bronce: el padre de mi padre muerto en la frontera de Buenos Aires, dos balas a través de sus pulmones, barbado y muerto, envuelto por sus soldados en el cuero de una vaca; el abuelo de mi madre -solo veinticuatro años- encabezando una carga de trescientos hombres en el Perú, ahora espectros en desvanecidos caballos.
Te ofrezco cualquier agudeza que puedan contener mis libros, cualquier hombradía o humor en mi vida.
Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal.
Te ofrezco ese meollo de mí mismo que he salvado, de alguna manera -el corazón central que no comercia con palabras, no trafica con sueños, y está intocado por el tiempo, por la alegría, por las adversidades.
Te ofrezco la memoria de una rosa amarilla vista en el ocaso, años antes de que hubieras nacido.
Te ofrezco explicaciones de ti misma, teorías sobre ti misma, auténticas y sorprendentes noticias de ti misma.
Te puedo dar mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón; trato de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota.